09 febrero 2024

"ZORRA" nos representará en Eurovisión a través de Nebulossa . Escrito por Carlos Barea

 


Qué importante es apropiarse de los insultos. Del «maric*n», del «z*rra», del «p*ta». Convertir en aliadas las armas que a lo largo de nuestra vida nos han estado oprimiendo nos permite darle la vuelta al cuchillo y cogerlo, de una vez por todas, por el mango. Porque cuando uno acepta lo que es, en los términos y condiciones que ha elegido sin ser pautados por los demás, conseguimos ser verdaderamente nosotros. Desprender a los insultos de su connotación negativa y convertirlos en nuestra bandera, no solo nos protege, sino también nos empodera. Y es que resignificarlos va mucho más allá de la propia desarticulación del daño: nos libera del dedo acusador que hace de la normatividad la única tabla de medir válida. Nos exonera de la culpa arrastrada desde la infancia, de no sentirnos suficiente, de querer ser «normal», de intentar pasar desapercibidos. Nos hace sentir, en otras palabras, capaces de ser como nos dé la gana sin tener que ser tutelados y sin la necesidad de pedir permiso ni perdón por existir. Por eso, todos esos insultos que un día nos hicieron encogernos en nuestro pupitre o sentirnos pequeñitos si nos los gritaban por la calle ahora son nuestro verdadero superpoder. Y de eso se trata. De sacar pecho y de sentir el orgullo de ser lo que otros se empeñaron que fuera nuestra vergüenza. Así que vivan las z*rras, las put*s, los maricon*s y todo aquel que, por sentirse diferente, ha tenido que hacer del insulto su espacio seguro. Una espacio que, desde luego, es compartido por todas las raras como nosotras.





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No hubo problema cuando Zahara resignificó el «p*ta». No lo hubo tampoco cuando Rigoberta Bandini cantó que quería ser una «perra». Ni siquiera hay problema, o al menos no abre los programas matutinos de entretenimiento, cuando se lanzan a lo largo del año multitud de canciones con claros tintes machistas. Pero sí lo hay con «Zorra». ¿Y sabéis cuál es ese problema? No es la letra que tanto maldicen algunos. Tampoco que la cante una mujer mayor de cincuenta años o que la voz no esté a la altura de lo que los recién proclamados eruditos de Eurovisión esperan. Para nada. El verdadero problema es que sobre el escenario hay dos maricon*s con expresión de género no binaria soltando pluma como si no hubiera un mañana. El problema es que la canción está dedicada a Manuela Trasobares, una mujer trans. Y el problema, el principal de todos diría yo, es que la cantante, cuando recogió el premio, dijo «todes». El problema es, por tanto, el de siempre: la existencia de una supuesta raza aria purgando la disidencia, guillotinando el plural en la palabra mujeres y clamando contra la ruptura con los estereotipos de género que, supuestamente, quieren abolir. Es curioso que siempre hayan menospreciado Eurovisión diciendo que es una cosa de gays que solo interesa a gays y que ahora la sombra de la normatividad necesite imponer sus reglas en campos que, en teoría, ni siquiera les interesa. Porque cuando estamos debajo a nadie les preocupamos, pero cuando somos visibles nos convertimos en un peligro. Al igual que el «que hagan lo que quieran, pero no en público», la disidencia de género, sea en el grado que sea, siempre será tolerada en este país si va asociada a la derrota. Porque si ganan, son visibles. Y si son visibles, son un peligro.

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