RESCATAMOS ESTE TEXTO DEL BLOG: https://juliortega.blogspot.com/ "La butaca de Julio César" sobre el bullying que sufrió en su momento escolar en estas fechas de "vuelta al cole".
"El timbre resonó por todos los rincones del colegio. En cuestión de segundos, los pasillos vacíos se llenaron de críos corriendo, bocata en mano, hacia el patio. Era la hora del descanso, la más esperada por todos… excepto por mí.
El recreo era ese momento del día en que me quedaba desubicado. En el mejor de los casos, llovía y había que quedarse dentro, sencillamente charlando, haciendo dibujos o tirándose bolas de papel. Pero la lluvia no es precisamente una constante en Almería, así que la mayor parte de los días, salir al patio era la norma.
Allí, mientras las chicas jugaban a las casitas, los chicos le daban al fútbol. A mí no me gustaba ni una cosa ni la otra. Recuerdo que alguna vez, cuando se me ocurría probar suerte con el balón (era un niño, así que tenía que gustarme el fútbol aunque ni yo mismo lo supiera), recibía como respuesta de los chicos un “tú no, marica, que no sabes jugar”. Y ahí me quedaba, en tierra de nadie.
En aquel momento estaba solo, pero mi historia no es ni mucho menos extraordinaria. Prácticamente todos los homosexuales podrían contar algo parecido, quizá peor. Aunque ni sea algo que solamos exponer ni siempre reconozcamos la cicatriz que nos dejó o la influencia que tuvo en nuestro desarrollo. En cada aula de este mundo hay, al menos, un niño o niña que se siente diferente: por su orientación sexual, porque no se siente identificado con el sexo de su cuerpo, por su raza o etnia, por su complexión física, por llevar gafas, por no venir de una familia estándar... y eso no entiende de centros públicos o privados.
En aquel momento estaba solo, pero mi historia no es ni mucho menos extraordinaria. Prácticamente todos los homosexuales podrían contar algo parecido, quizá peor. Aunque ni sea algo que solamos exponer ni siempre reconozcamos la cicatriz que nos dejó o la influencia que tuvo en nuestro desarrollo. En cada aula de este mundo hay, al menos, un niño o niña que se siente diferente: por su orientación sexual, porque no se siente identificado con el sexo de su cuerpo, por su raza o etnia, por su complexión física, por llevar gafas, por no venir de una familia estándar... y eso no entiende de centros públicos o privados.
A mí me resultaba chocante ver cómo todos querían unirse a mí cuando había que hacer una redacción, una manualidad, o cómo me votaban un año tras otro como el delegado de la clase, y sin embargo me daban la espalda el resto del tiempo. Era como un juego ilusorio en el que me veía atrapado una y otra vez. Una pelota que estaba ahí cuando la necesitabas, porque deseaba que la echaran en falta, pero que lanzaban muy lejos en cuanto les venía en gana. Casi nadie me invitaba a su cumpleaños y tenía dificultad para encontrar a un compañero en las excursiones o en las actividades que hacíamos de dos en dos.
¿Por qué yo no encajaba? ¿Por qué tenía que ser todo siempre igual? ¿Acaso no podíamos jugar a otras cosas? Y, sobre todo:¿por qué yo era diferente?
Siempre hubo tres o cuatro gañanes que se cebaban conmigo. Exactamente del tipo que todos podrán recordar en sus respectivos colegios. Lo hicieron a lo largo de siete u ocho años sin que nadie les dijera ni una sola palabra por ello. Supongo que pensaban que aquello no eran más que bromas de críos y, como mi rendimiento era óptimo, lo dejaron pasar. Pero no eran ellos los más hirientes, sino el sentimiento de impunidad, de estar solo, de ser culpable de mi propia diferencia. No tenía la sensación de que fueran unos cuantos, sino de que eran todos. Quien no les reía las gracias, permanecía en silencio.
Pasaban los años. A los zapatos ortopédicos que trataron (en vano) de remediar mis pies planos, la pluma y los kilos de más, se unieron unas gafas de cristales gruesos (que me rompieron en dos ocasiones) cuando tenía diez años. Y la hora del recreo seguía siempre ahí: ansiada por todos, temida por mí. Jamás dije nada en casa. Con el tiempo, algún compañero se unió a mí esporádicamente (gracias, Luis) y, poco a poco, fui construyendo una alternativa a la medida de ese niño más bien gordito, homosexual, con gafas gruesas y pies planos. Creé el periódico del colegio y desarrollé, por otro lado, una faceta creativa que me ayudaría en mi crecimiento profesional bastantes años después.
Pero el golpe que permanece más nítido en mi mente no vino por parte de ningún compañero, sino de un profesor. Concretamente, el de educación física. Un día muy soleado, en la pista de entrenamiento, nos dispuso a los alumnos en fila delante de él, como las teclas de un piano: todos sentados en un pequeño muro color beige, los chicos en un lado, las chicas a otro. Yo quedé el último de los chicos, justo en medio. Primero, seleccionó como líderes a los cuatro o cinco mejores en deporte. Después fue, por orden de fila, adjudicando un alumno a cada equipo. Empezó por los chicos. Cuando me llegó el turno a mí, me saltó. Continuó con las chicas y, sólo cuando hubo acabado con toda la clase, me adjudicó a un grupo. Recuerdo perfectamente cómo me hizo sentir aquello. Una autoridad acababa de declararme oficialmente diferente. Y, aunque yo todavía no lo sabía, esa etiqueta me acompañaría a lo largo de todo mi proceso de desarrollo personal hasta la edad adulta. También recuerdo el nombre y apellidos de aquel mal profesor (¿acaso podría haberlo olvidado?), aunque aquí me los ahorraré. Sólo sé que ahora dirige un instituto en el mismo pueblo… espero que con mejor tacto.
Aquello ocurrió a principios de los 90. La palabra bullying no significaba nada en España. Hoy, la OMS lo tiene declarado como un asunto de salud pública. Se sabe que entre un 5 y un 10% de los alumnos en España sufre acoso escolar grave, y que un 81% de los adolescentes están preocupados por este tema. Además, Internet y las redes sociales han propiciado la aparición del cyberbullying, una práctica que comienza en torno a los diez años.
Una persona sometida a acoso durante la etapa más crucial de su vida puede desarrollar graves problemas psicológicos. Así, los jóvenes que a los 18 años han sufrido acoso por parte de sus compañeros tienen más posibilidades de experimentar ansiedad, sufrir depresión o autolesionarse. Más incluso que quienes han sufrido abusos por parte de mayores. En el mundo, cada año se suicidan 600.000 jóvenes entre los 14 y los 28 años. Un tercio de ellos, en Europa.
En España, los suicidios son la primera causa externa de muerte, por séptimo año consecutivo y por delante de los accidentes de tráfico, según el último estudio del Instituto Nacional de Estadística (INE). La edad más vulnerable, entre los 15 y los 39 años. Tras los datos, las historias. No olvidaremos fácilmente la de Diego González, el niño de 11 años de Leganés que se suicidó el pasado 14 de octubre arrojándose por el balcón de su casa después de dejar una nota explicativa a sus padres. Es humanamente imposible recordarle sin que se forme un nudo en la garganta.
Pero, ¿qué podemos hacer para evitarlo? El acoso es un asunto más complejo de lo que parece. Mis amigos docentes me comentan que no siempre es fácil detectarlo. Detenerlo es cuestión de todos: alumnos, padres, profesores, instituciones, medios de comunicación… Educar en la igualdad, la diversidad y la tolerancia es fundamental, pero también lo es disponer de mecanismos eficaces de actuación. Aunque se ha avanzado mucho (y hoy existen en los medios unos referentes que no existían en mi época escolar), actualmente, España no cuenta con ninguna medida de ámbito estatal para combatir elbullying. La campaña #NiPasoNiMePaso solicita, a través de Change.org, que se establezca por ley un protocolo anti-bullying en todos los centros escolares del país.
El bullying no es una película de ficción que pasa ante nuestros ojos con un guión cerrado sin que podamos detenerla o cambiarla. Es más bien una obra de teatro grotesco a cuyo escenario tenemos la oportunidad de subir en directo. No podemos ser espectadores. Cuando lo detectamos (comprueba aquí si sabrías hacerlo de verdad), debemos intervenir para cambiar el rumbo de las cosas.
En 1993, yo habría dado lo que fuera porque alguien lo hubiese hecho."